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Nacida como literatura popular, a la sombra del hard-boiled y publicaciones como Black Mask, a la novela negra que nos ocupa le ha costado y le cuesta hacerse perdonar ese pecado de popularidad.

Con frecuencia se obvia la importancia literaria del personaje, o se ponen en relieve otros aspectos que a menudo se suelen citar como rasgos principales de identidad del género.

Esta actitud, de alguna manera, ha contribuido a generar en torno a ella un aura de literatura menor a la que se le consiente alternar con sus hermanas nobles a condición de cumplir una serie de requisitos preestablecidos.

La novela negra es, ante todo, una novela  y como tal, si nos atenemos al origen de la palabra, una “noticia” no necesariamente cierta, como casi todas las noticias, escrita en prosa y que narra unos hechos ficticios, incluso cuando tienen su base en la observación de la realidad.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, cada vez que la guardia pretoriana de expertos y críticos serios que vigilaban la pureza de sangre de la gran Literatura decidían “perdonarle la vida” a la novela negra, sacaban a relucir su carácter eminentemente social como atenuante para el delito de ligereza del que siempre fue sospechosa ante sus ojos.

Eso sigue ocurriendo en la actualidad, más como reflejo adquirido que como  argumento de una desganada defensa. La novela negra VENDE y (como puse en boca de un personaje mío en un diálogo necesariamente inspirado en Chandler), “el dinero es el mejor detergente”, por lo que hasta aspirantes eternos al Nobel salen en defensa, no del género, pero sí de sus exponentes millonarios. Y vuelve a salir a colación el asunto de la sensibilidad social de la novela negra.

Novela política

No es objeto de este trabajo desmentir ese carácter social, carácter que, por otra parte, tiene entidad propia y es parte del género. Basta echar un vistazo a las bibliotecas para comprobar que las novelas de Chandler con Marlowe como protagonista explican como pocas el desconcierto de los estadounidenses tras la gran depresión del 29, esa sospecha de que el sueño americano acaso fuera sólo una breve siesta para la mayoría de los habitantes de un país que, al mismo tiempo, se entrenaba para convertirse en el gendarme del mundo.

Pero acudiendo a un ejemplo mucho más próximo, imaginemos TODOS los libros que se han escrito sobre la Transición Española.  No he realizado el cálculo, pero no me sorprendería que, si ponemos uno detrás del otro esos libros, pudiéramos tender un puente que cruce el Atlántico, por lo menos.

Y sin embargo, a Manuel Vázquez Montalbán le bastaron un puñado de novelas de la serie Pepe Carvhalo para explicar ese proceso a pie de calle y también desde la perspectiva sociológica, sin renunciar al humor imprescindible para interpretarlo.

Del mismo modo, quien quiera comprender las intrincadas relaciones cotidianas entre mafia, vida cotidiana  y poder en Sicilia, además de leer a Leonardo Sciascia, no hará mal, nada mal, en acudir a los libros de Andrea Camilleri, especialmente los protagonizados por el comisario Salvo Montalbano.

Parece, entonces, que me contradigo: relativizo la vocación social de la novela negra y luego cito ejemplos difíciles de rebatir, creo, que podrían sostener todo lo contrario.

El matiz a tener en cuenta es que, en cada uno de los tres casos citados, y en otros treinta que podríamos enumerar aquí, esa visión crítica de la sociedad en que transcurre la acción de los libros, nace de los ojos del detective, de su desencantada manera de mirar lo que lo rodea y separar, de la podredumbre generalizada, los gestos humanos individuales que hacen que merezca la pena seguir investigando, seguir poniendo los pies sobre la mesa del polvoriento despacho del Cahuenga Building, y esperar que alguien venga a contratarlo por un puñado de billetes, para que se meta donde no debe.

Porque la clave del detective es que siempre se mete donde no debe, donde los demás no nos atrevemos a meternos.

CARLOS SALEM

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