Después de cavilar mucho sobre el tema, supongo que a la novela negra le ocurre como al resto de las cosas, que no hay, o al menos no debería haber, una verdad absoluta, aunque la mayoría estamos de acuerdo en que todo nace de lo que en su día fue la novela enigma. Esa que nuestras abuelas tenían por casa y que ya se leía en la prensa novecentista.
Poe le dio un giro ineludible, plantando bases fundamentales, cuando nos regaló el maravilloso relato Los crímenes de la calle Morgue, donde retuerce en cierto modo el recurso de la habitación cerrada. Tras ello llegaron diferentes ramas, nacidas todas de las mismas raíces, que abrieron nuevos frentes con protagonistas en forma de detectives, menos deductivos que el victoriano Holmes y más violentos e irracionales, como los creados por Hammett o Chandler. También los hubo que, buscando dar una vuelta de tuerca más, nos contaron sus historias con protagonistas que ya no pertenecían al gremio detectivesco, ni tenían interés en descubrir una trama enigma, sino en sacar a sus personajes a la calle y mostrarnos la decadencia que los rodeaba, como Burnett.
En fin, todos muy distintos entre sí, pero bebiendo, al menos en cierto modo, de las mismas fuentes. Como ocurre ahora. La diferencia estriba en que con el paso de los años los acuíferos de donde beber han cambiado, se han modificado, algunos se han secado y otros se han enriquecido o emponzoñado.
En definitiva, aunque haya gente poco o nada de acuerdo con ello, de hecho, es una pregunta recurrente en presentaciones y festivales, la diferencia entre la novela negra y policiaca no es tan holgada como creemos, aunque bien es cierto que las etiquetas y la necesidad por subirse al carro de la literatura de género a veces se ha malentendido.
Sin embargo, los lectores, al menos en su mayor parte, saben diferenciar bien lo que leen y lo que quieren y por supuesto el enorme número de títulos y de festivales que respaldan al género negro y policiaco así lo atestiguan. Aunque si quieren saber más sobre eso hay quien lo explica mucho mejor que yo. Sirva de ejemplo este extracto del texto Sospechosos habituales. Tras la pista de la nueva novela negra española, firmado por dos de los mayores expertos actuales como son Javier Sánchez Zapatero y Àlex Martín Escribá, que apunta a una de las claves fundamentales del éxito que tiene el género en la actualidad: «Este momento óptimo del género no responde únicamente a la abundancia de festivales, de congresos especializados (…), a la proliferación de premios literarios (…), ni al creciente interés editorial, sino a la gran cantidad de escritores y de libros que se encuentran al alcance de un público cada vez mayor y más demandante».
Un mundo, el de los festivales, que sirve además para que el gran público conozca a autores novatos, como yo mismo, que intentan hacerse un hueco en un mundo, que como todos los profesionales, en un principio es difícil y más áspero que una carretera de montaña. A pesar de ello muchos queremos formar parte de él. Por algo será. Sin embargo, sean acertadas o erradas las etiquetas, serán los lectores los que en última instancia te permiten estar ahí. Son ellos los que autorregulan la ingente cantidad de libros de editoriales grandes, pequeñas, medianas o autoeditados que aparecen todos los años. A ellos solo les engañas una vez y si lo que les ofreces no tiene la calidad que buscan, o discierne mucho de lo que esa etiqueta les promete, chau. Siempre existen excepciones, obvio, pero por lo general es lo que hay, y como lector lo sabes.
En conclusión, para mí la demanda de este tipo de literatura (negra, policiaca, policial…) es fruto de la capacidad del autor de conectar con lectores que lo que buscan es una trama real y potente con una crítica social, política o periodística, que esconda un trasfondo, en la mayoría de los casos, palpable y de su día a día. Que se aproveche el hilo narrativo de la investigación de un crimen para ofrecer la fotografía temporal y concreta de un mundo que no es perfecto y en que ocurren cosas que todos sabemos, pero que ni los grandes medios de comunicación, ni en ocasiones los libros de historia, muestran por miedo a las represalias de los poderosos. Eso es a mi humilde entender hacer novela de género: negro, policíaco, mixto o, como se dice en Latinoamérica, policial.
Llámelo como quiera, póngale la etiqueta que más le convenza, pero meter el dedo en el ojo al poder y vanagloriarse de ello es el punto de partida del género. Y con poder no me refiero únicamente a políticos, banqueros o grandes empresarios, sino también al matón del barrio, al proxeneta que se aprovecha de su fama de sádico, o al tipo que explota a sus empleados en un bar de periferia, y que acaba criando malvas porque un día un trabajador que no es capaz de llegar a fin de mes se levanta con ganas de jarana.
Da igual si la investigación, o la búsqueda de la explicación al hecho en sí, la encabeza un detective yankee, un policía local de Tomelloso, un periodista con olfato, el amigo metomentodo del muerto o el mejor de los agentes de la Policía Nacional, la Guardia Civil o cualquier otro cuerpo de seguridad del Estado. Si narra con realismo un drama social, un problema que todos conocemos y en ocasiones sufrimos y lo hace desde una perspectiva seria y crítica, que no tiene por qué acabar con un final feliz (que personalmente detesto, porque en la vida pocos problemas acaban felizmente por muy románticos que nos pongamos), está, al menos a mi modo de ver por supuesto, dentro del radio que cubren esas raíces y fuentes que todos hemos leído y tenemos en la cabeza cuando salta la pregunta acostumbrada de «¿qué diferencia hay entre novela negra y policial?» y de la que los autores, aunque luego hagamos bromas sobre ella cuando estamos a solas, huimos como de la sarna. Lo mismo nos pasa con lo del asunto del mapa o la brújula, pero eso es harina de otro costal.
Eduardo Fernán-López.