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Curso de narrativa. Clase 10

ÍNDICE DE CONTENIDOS DEL CURSO COMPLETO

 

CLASE 10: LA TERCERA PERSONA

La narración en tercera persona se puede clasificar según el grado de conocimiento u omnisciencia que tiene el narrador. Esto es variable pero debemos vigilar la coherencia de esa condición durante todo nuestro relato, es decir, que si establecemos un grado de omnisciencia determinado, debemos respetarlo durante todo el cuento.

Nosotros, como autores, decidimos cuánto sabe el narrador. Puede conocer todo lo que ocurre; o saber qué ocurre en la mente de uno de los personajes pero no qué piensa el otro; o puede saber únicamente lo que se ve desde fuera.

Pero debemos señalar desde el principio qué grado de omnisciencia hemos elegido.  Un ejemplo de omnisciencia limitada a los pensamientos del protagonista lo hallamos en el legendario cuento Un buen bistec, de Jack London. Llamo la atención sobre la manera en que el peso de la narración cae sobre lo que se ve, desde todas partes, pero sólo se ve. London nos permite entrar por momentos en la mente Tom King, pero sólo en contadas ocasiones. Todo lo que se transmite, o casi todo, nace la observación. Veamos un fragmento, aunque recomiendo leer el cuento entero:

Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.

En otros casos, como en el relato de Ray Bradbury Cuento de Navidad, conocemos las sensaciones de dos de los personajes (el padre y la madre), pero del niño sólo sabemos lo que dice y hace:

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

—¿Qué haremos?

—Nada, ¿qué podemos hacer?

—¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

—Ya se me ocurrirá algo—dijo el padre.

—¿Qué…? —preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer «día». Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

—Quiero mirar por el ojo de buey.

—Todavía no —dijo el padre—. Más tarde.

—Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

—Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

—Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

—Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

—Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.

—Pero… -empezó a decir la madre.

—Sí -dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

—Ya es casi la hora.

—¿Puedo tener un reloj? —preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

—Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

—No entiendo.

—Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

—Entra, hijo.

—Está oscuro.

—No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

—Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

El narrador omnisciente total  lo sabe todo, aunque lo vaya contando de modo paulatino, es un dios caprichoso o un abuelo sabio, que va contando poco a poco lo que él ya sabe desde el principio. Cuando optamos por este narrador, podemos

  1. Informar lo que está pasando.
  2. Meternos en la mente de los personajes.
  3. Describir la apariencia de los personajes, lo que dicen, sus actos o sus ideas, incluso si los propios personajes no pueden hacerlo.
  4. Moverse en el tiempo y en el espacio para ofrecernos vistas totales o telescópicas o microscópicas, o históricas; puede decirnos lo que sucede en cualquier parte, o lo que sucedió en el pasado, o lo que sucederá en el futuro.
  5. Hacer reflexiones generales, juicios, proponer verdades.

Por Carlos Salem

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