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Por lo general, los motivos del éxito de un autor o una autora de novela negra, en la mayoría de los casos, están vinculados más al número de ventas que a otros motivos que deberían ser puramente literarios. Pero hay casos  (pocos, pero los hay, como las meigas de Galicia), en los que el éxito de público, crítica y ventas es unánime; autoras y autores que le hacen bien al género y mantienen vivo aquello que de romántico le queda al asunto de las letras negras, que ya no es mucho.

Autoras, por ejemplo, como Claudia Piñeiro.  

Mirando más desde el patio del lector que desde la torrecita de marfil  del escritor ( es lo que me pasa cuando lo que leo es muy bueno) y con lo que me queda todavía de periodista, me atrevo a comentar en voz alta algunas de las claves que, creo, son responsables el merecido éxito de la flamante ganadora del Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón.

El primero, e indiscutible, es la calidad de su narrativa, que no deja fuera a nadie y sin embargo nunca peca de simpleza. Ya desde el principio, en novelas como Tuya o Elena Sabe, por poner dos ejemplos tempranos, consigue meter al lector dentro del personaje, hacer que asuma sus motivos y acciones, que esa mujer desengañada que intenta mantener las apariencias, o esa madre que no se rinde y quiere conocer la verdad sobre la muerte de su hija, empaticen de modo orgánico, sin golpes bajos ni clichés. No hay en su narrativa una partitura de las teclas emocionales a presionar cuando corresponda, ni un manual de instrucciones para conmover. Hay una narrativa afilada, una prosa que no renuncia al lirismo, lo incorpora de forma natural en el discurso, y lo convierte en una formidable herramienta más.

La temática, aunque no es exactamente la misma en cada una de sus novelas, también supone un acierto de esos que no se buscan, se encuentran o no. Por ejemplo, en su primer hit, Las viudas de los jueves, al narrar desde dentro (pero con la mirada forastera que adquiere quien ha salido), el hermético mundo de los country clubs en la Argentina de fines del siglo pasado, comunidades herméticas habitadas por gente “bien” que, por lo general, si la miras de cerca, está muy mal. Y al mismo tiempo, sin anunciarlo, traza un boceto preciso de una época del país, en la que la forzada paridad dólar-peso hacía creer en los milagros económicos instantáneos.

No se detecta en Piñeiro la búsqueda oportunista de temática y ambient ación que convengan en un momento dado y tampoco esa prevención de esquivar temas polémicos que malogra tantas posibles buenas novelas. 

En sus libros la crítica social es un trasfondo y no una bandera, un marco de referencia. Uno lee y sabe que retrata una identidad de clase o parcialmente una identidad nacional (sin pretensiones totalizadoras), nunca un afiche o un recurso para ganar simpatías. En Las grietas de Jara, aborda con sutileza las contradicciones del matrimon io como célula base del negocio de la sociedad, y en el fondo el poder, no como una sombra difusa, el poder como profesión, que se mantiene en lo alto a fuerza de mantener abajo a otros. En Betibú vuelve al panorama de Las viudas y al mismo tiempo juega a los espejos con la protagonista, mientras pone en evidencia la doble o triple moral de una profesión periodística sometida a la corrupción política.

En Una suerte pequeña, con esa sutiliza que maneja con maestría, cuenta una historia muchas veces contada, pero que en sus letras se hace nueva: la de quien vuelve a los lugares porque sabe que no se puede volver a los momentos. Una mujer con demasiados nombres, tantos, que a veces no recuerda cómo se llama en realidad. Al fondo, la mirada del retornado, que calibra lo que ha cambiado en el país (poco) y lo mucho que sigue igual, o acaso peor por asumido. En Las maldiciones, consigue una novela política y moral, con Hegel tocando el bandoneón al fondo y el poder como gran seductor. En Catedrales, su novela más reciente y premiada, vuelve, sin repetirse, sobre los secretos familiares y las conveniencias que llevan al silencio. Pero esta vez será un padre quien, treinta años después de una muerta sin explicación y rápidamente silenciada, no se rinde y persigue la verdad.

En cada novela, más que un estudio del tema central, Claudia pinta un fresco de los sentimientos y las relaciones, sin por ello descuidar la trama, que atrapa sin triquiñuelas.

Los dos compromisos

Sin dudar en ningún momento a la hora de poner su nombre y su prestigio como novelista al servicio de las causas que considera justas y necesarias, se advierte que lo hace por compromiso y no por figurar entre aquellos que se comprometen.

Se compromete porque cree y cree porque se compromete, pasión y razón en la misma trinchera, y no en bandos enfrentados como suele suceder.

Pero hay otro compromiso, el de quién escribe, que es acaso más ineludible y difícil de cumplir: el de escribir sin engañar a nadie, empezando por uno mismo, por una misma.

No hay trucos ni conveniencias, imagino dos Claudias escribiendo, una que vigila a la otra para no caer en las tentaciones fáciles, y viceversa.

Y quizás la prueba de fuego haya sido un libro de claro tinte biográfico como es Un comunista en calzoncillos, en el que no hay complacencia, narra la propia historia, pero la convierte en literatura sin restarle una pizca de verdad. 

Piñeiro cumple con los dos compromisos, y si debo ser sincero, no sé cuál de los dos es más difícil de satisfacer permanentemente, porque ambos dependen de quién escribe y por qué escribe.

Y Claudia, como su «Elena», lo sabe.

 

 

Carlos Salem

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