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La escritura de Lluvia de níquel me resultó muy compleja, no sólo por los años que invertí en ella, nueve, volviendo una y otra vez al texto, de forma intermitente, mientras escribía otras novelas. No era la primera vez que escribía una novela negra ambientada en Estados Unidos: Mala hierba, uno de mis libros que citaría entre los favoritos, transcurría en un pueblo del interior, y La casa del sueño lo hacía en parte en San Diego. Lluvia de níquel se expandió, de las doscientas páginas iniciales que tenía, creció hasta las casi trescientas cincuenta, cambió de título (anteriormente se llamó Circus Circus, el casino de Las Vegas en donde prácticamente vive el protagonista atrapado en la ciudad y en donde me alojé) y estuvo entre las cinco finalistas en el año 1995 del premio Herralde. No obstante creo que esa tardanza en ser publicada le resultó, a la postre, beneficiosa. Reescrita una y otra vez, Lluvia de níquel era una obsesión literaria que quedaba pospuesta mientras otras novelas accedían al mercado editorial con más facilidad.

No es una novela fácil y el desasosiego que provoca en quien la lee creo que es una de las principales virtudes. Curiosamente tampoco ha sido una novela que me haya divertido escribir, cuyo proceso creador haya sido gozoso, sino todo lo contrario, doloroso, árido, lo que redunda, creo yo, en beneficio de la obra terminada: mi pretensión literaria es transcribir emociones o desasosiegos precisamente, no dejar nunca indiferente a quien invierte parte de su tiempo en leerme. Todo menos la indiferencia.

Es una novela negra aunque la violencia, el crimen, no aparezca hasta la página trescientas, y creo que lo seguiría siendo aunque no se produjera ese crimen. La negritud está en el ambiente. La novela, como buena parte de mis libros, surge a partir de un viaje a Las Vegas hace más de veinte años, un viaje familiar guiado por mi hermana, la americana de mi familia, una persona encantadora que funciona como una auténtica agencia de turismo y tira de mí hacia lugares insospechados. La ciudad de Las Vegas fascina y repele al mismo tiempo. Había visto documentales sobre la ciudad, alguna película como La cuadrilla de los once de Lewis Milestone, con el clan Sinatra al completo, y El único juego en la ciudad, una cinta de George Stevens bastante plomiza con Elizabeth Taylor y Warren Beatty, pero estar en la ciudad del juego era una experiencia difícil de trasladar al papel. La secuencia que generó la novela fue muy simple: una anciana, con bombona de oxígeno, llevada en silla de ruedas por su enfermera, consumía febrilmente sus ahorros ante una máquina tragaperras. Esa imagen me fascinó. ¿Qué poder tenía Las Vegas que era capaz de vampirizar a esa mujer próxima a su muerte que prefería estar ante una máquina gastando su dinero en vez de pasar sus últimos días con su familia? Luego vi tipos que literalmente no se movían de sus banquetas de juego, que estaban completamente desubicados, sin dormir ni comer, y que no se levantarían hasta no haber acariciado la ruina total. Las Vegas es una ciudad que vampiriza, y la novela va en esa dirección. Un excelente amigo y mejor escritor, el argentino Raúl Argemí, me dijo que cuando leyó Lluvia de níquel tenía la sensación de encontrarse ante una obra de ciencia-ficción, y sí, La Vegas tiene algo de eso, es irrealidad en el desierto más yermo de Estados Unidos, es un paraíso de pecado en una de las sociedades más puritanas del planeta. Pero también puede ser considerada como una novela de terror, o una novela existencial sobre el vacío absoluto. Lo que yo creo, sobre todo, es que es una novela moral, a pesar de su aparente amoralidad  del protagonista, de lo que sucede, del sexo mezquino, del crimen que se produce, pues se cuela en sus páginas, sin yo convocarlo, cierta forma de pensamiento crítico que acuñé en los tiempos de mi juventud universitaria. La novela nació allí, en Las Vegas, evidentemente, y luego fue creciendo durante esos nueve años de escritura que la convirtieron en una de las novelas más complejas que he escrito.

Pero antes del libro hubo un reportaje que me encargó la revista GQ, uno de los que más me han dejado satisfechos, que hablaba de la ciudad y servían de texto a unas fotos maravillosas de Helmut Newton que tienen precisamente el mismo espíritu de la novela, que podían servir de ilustración. Newton, para mí, era uno de los fotógrafos más extraordinarios que existían y fue para mi un honor escribir un texto sobre Las Vegas con el apoyo de sus excelentes fotos. Esas fotos, sus temas (tipos vulgares embobados con una bailarina de striptease, los rótulos de un casino abandonado en el desierto, un enorme zapato de tacón como reclamo, una chica desnuda entre billetes de cincuenta dólares), resultaron estimulantes para Lluvia de níquel, fueron incorporados. Para la revista Cinemanía escribí un reportaje de viajes que hablaba de la ciudad desde un punto de vista cinematográfico y turístico, y en las páginas de El Periódico se publicó otro artículo sobre el tema. Estaba obsesionado con Las Vegas y la novela, mientras, se iba enriqueciendo con nuevas aportaciones y puntos de vista, por lo que fue muy beneficioso para ella que no saliera prematuramente en el año 1994 y se esperara hasta el 2002, después nueve años de gestación, para hacerse con el premio Francisco García Pavón.

Mike Figgis había realizado, mientras tanto, Leaving Las Vegas, una aproximación a esa ciudad endemoniada que estaba en la misma onda que lo que estaba escribiendo. El motel en donde Nicolas Cage se entrega a la bebida, un lugar excesivamente cutre en tierra de nadie, era exacto a los muchos en los que pernocté en mi viaje de un mes por los Estados Unidos y me sirvió para alojar a Mike Demon cuando cree haber conseguido escapar del influjo maléfico de la ciudad. Luego llegaron Bugsy, la película de Barry Levinson sobre el fundador de Las Vegas, al que dedico unas líneas en mi novela, y Casino de Scorsese, la mejor película que se ha hecho sobre la ciudad.

Como casi todas mis novelas, ésta tiene un componente atmosférico importante, crucial. La climatología de Las Vegas es determinante: de noche uno se quema por la calle, y no luce el sol. El viento del desierto arroja arena sobre los improbables transeúntes que la reciben en la cara como perdigonadas incandescentes. Creo que puedo decir que Las Vegas es uno de los protagonistas de la novela, un personaje sumamente activo, yo lo identifico como una enorme migala que espera en su nido oculto del desierto a que pasen los incautos para devorarlos.

Con ese calor inhumano uno sólo puede estar deambulando por los casinos y los bares, en donde siempre hay aire acondicionado. Eso hace mi personaje Mike Demon. El apellido Demon, demonio, lo robé de un novio algo psicópata de mi querida sobrina norteamericana Leslie Anne, y me di cuenta enseguida que se fundía con el protagonista de mi novela. Mike Demon, que odia Las Vegas porque su padre, un  neocon de la época de Bush padre, se perdió en la ciudad, no consigue escapar de esa tela de araña que lo tiene atado como les sucede a los personajes de El ángel exterminador de Buñuel que no pueden salir de una habitación.

En Lluvia de níquel existe una fusión de una realidad que yo mismo contemplé en la ciudad durante mi estancia, y la trama de ficción que envuelve a mi protagonista, que es perfectamente plausible. He intentado que el lector sienta como propio, al deambular por las páginas de la novela, ese desarraigo que está presente en toda la sociedad norteamericana y que provoca, precisamente, ese acendrado patriotismo que en Europa no se entiende. Edward Hopper lo supo retratar en sus cuadros de una forma magistral. Los norteamericanos son recién llegados a un continente espectacular, con unas fuerzas de la naturaleza indomables, en donde se sienten un poco extranjeros, huérfanos y aterrorizados a pesar de que llevan doscientos años colonizando una tierra que no era suya. Es fundamental, para entender Estados Unidos, o intentarlo, porque yo sigo sin entenderlo, resaltar que es un país de emigrantes y que estos eran los desheredados de la tierra, una mezcla de pobres de solemnidad, fanáticos religiosos y reclusos de los penales británicos, una combinación explosiva que explica un poco el carácter de sus gentes. Si cierran filas en torno a ese patriotismo, visualizado en la devoción que sienten por la bandera de barras y estrellas, es un poco para ahuyentar ese miedo de no saber exactamente quienes son y dónde están sus raíces: las dejaron al otro lado del Atlántico y todavía hablan de ítaloamericanos, de afroamericanos, de latinos, de wasp o irlandeses.

La novela tiene un discurrir deliberadamente lento, porque busca capturar al lector, y quien la lea va a ir de la mano de ese Mike Demon del que muy poco sabemos, un tipo no muy agradable con un cierto parecido a Robert Mitchum, con el que es difícil congeniar, con un pasado oscuro, una mujer a la que no hace mucho caso y una amante latina que le espera en Tijuana.

Fernando Marías, otro de los defensores de la novela y al que siempre agradeceré la excelente presentación que hizo de ella en la librería Negra y Criminal de Barcelona, dijo sentirse fascinado por una especie de Lolita que aparece en el tramo final y da a la historia un vuelco total. El personaje de Cinthya, otra desarraigada, una adolescente que vaga por el mundo y es como un insecto de picada peligrosa, tiene la virtud de sorprenderme a mi mismo: surgió de forma abrupta dentro de la trama para precipitar el desenlace. En las últimas treinta páginas, en efecto, Lluvia de níquel se acelera hasta alcanzar un final imprevisto que me sorprende a mí mismo. Algunos amigos me han animado a escribir una secuela, siguiendo los pasos de esa mantis infantil, que tiene los rasgos de una actriz que me pone muy nervioso cuando la veo, porque siempre está alterada y lo altera todo a su alrededor, Juliet Lewis. Quizá la escriba, porque la idea de la continuación la tengo en la cabeza desde hace tiempo, pero me decidí por una precuela, La frontera sur, que es otra de mis novelas preferidas.

¿Cuál es el tema central de Lluvia de níquel? Pues no sé, pero quizá sea, como sugirió el desaparecido Fernando Marías con su enorme capacidad de análisis, el de la predeterminación, porque Mike Demon está condenado de antemano a ese final y nada ni nadie le hará salirse de ese camino trazado desde la primera línea de la novela.

 

José Luis Muñoz

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