Los escritores mentimos por costumbre, por si acaso y por olvidos.Tan flaquito es nuestro egoísmo, que se ha inflado para buscarnos antepasados ilustres, conexiones intelectuales, todo lo que nos haga sonar más importantes. De la gran colección de pecados que practicamos, la omisión es el más frecuente y el menos perdonable.Cada vez que un periodista desprevenido me pregunta por mis influencias lirerarias en alguna entrevista, aclaro que son muchísimas, menciono las inevitables y evidentes, esas que de negarlas saltarían desde mis propias frases para apuñalarme por farsante desmemoriado. De otros, quizás fundamentales (y podríamos quitar el quizás), suelo olvidarme como nos olvidamos de los amigos que nunca nos exigen nada hasta el día que se van y entonces comienzan de verdad a hacernos falta.
Este mes de octubre murió en Paraguay el primer y principal culpable de todos mis escritos, el responsable de que todas las novelas de un tipo que odia el western tengan algo de western en el fondo, el padre de casi un centenar de personajes, pero con un primogénito que me marcó a fuego la impronta de lector que, rodando el tiempo y la vida, terminaría por convertirse en escritor.
Murió el papá de Nippur de Lagash, el primer héroe de ficción que me creí como si fuera real, y que me sigo creyendo (quizás el único).
Conocido en el grupo de expertos en cómic en Europa, admirado en América latina, especialmente en el Cono Sur, salva por los cuatro estirados de siempre, que de tanto estirarse terminarán por reventar alguna vez (espero), Robin Wood tenía, desde el nacimiento, nombre de ser un personaje suyo, y desde muy joven decidió escribir la vida, porque la que le había tocado no le gustaba.
He leído por allí que tenía en su haber más de 10000 guiones de cómics, y me lo creo, como me creía casi todo lo que me contaba desde las viñetas. En una época en que las revista de historietas eran una picadora de carne y el noveno arte (al menos por aquellos pagos) estaba lejos de llegar a esas alturas, reinventó el cómic argentino, americano y siga usted contando.Cada vez que volví a la Argentina (ya con libros publicados y la segura inseguridad de los autores), tuve la tentación de tratar de averiguar su dirección, saltar hasta Paraguay, llevarle un libro mío y decirle: «Gracias, maestro».No lo hice, porque mi vida gira veloz para no quedarse atrás, y a veces me adelanta. Me decía a mi mismo: «La próxima vez». Menudo idiota.
Hace años, cuando yo tenía la cabeza llena de novelas y unas cuantas en los cajones, hice una lista la gente que quería conocer para decirle: «esto también es culpa tuya». No eran tantos, la muerte cabrona me fue quitando algunos: primero Osvaldo Soriano, después Manuel Vázquez Montalbán. Supongo que yo también pedaleé adelantarle a la vida y tuve la suerte de conocer a otros de la lista, como Paco Ignacio Taibo II, Andreu Martin, Juan Sasturain, Juan Madrid, Lucho Sepúlveda… (Siguen nombres). Con algunos de ellos, incluso llegué a desarrollar una de esas amistades raras mías, hechas más de ausencias que de constancia.
A la cabeza de esa lista estaba Robin Wood.Pero nunca hic e lo que quería para conocerlo. Quizás porque de tanto leerlo, creí que ya lo conocía.
¿Por qué no moví alguno de esos contactos para conseguir el correo electrónico de Robin Wood y contarle cada capítulo de Nippur, como hace conmigo la gente que hace suyas mis novelas?Tenía que haber aprendido de sus historias que la vida da varias oportunidades, pero la muerte muy pocas.
Se murió la aventura por excelencia, dicen que era un tipo peculiar, como su vida. Cuando le preguntaban por qué no escribió nunca una novela, creo que contestaba que no tenía tiempo. Y mientras tanto, creaba a Nippur, a Gilgamesh, a Jackaroe, a Dago,a Savarese, a Woof, a Dax, a Pepe Sánchez,a Harry White, a docenas de aventureros con alma, cada uno con su propio matiz, unidos por el denominador como común (y extraordinario) de los héroes:son improbables, pero necesarios.
Ya lo dejó dicho en una entrevista hace diez años, cuando le preguntaron por qué, con casi 90 series en su haber, no había creado ningún súper héroe: «lo que me gusta de los personajes es la humanidad».
Tarde, como siempre que algo es popular y tiene calidad, fue cosechando reconocimientos merecidos desde mucho antes. Fellini y Umberto Eco eran fans y lectores. Cuando le preguntaban por el mejor guionista de todos los tiempos, no dudaba: Héctor G. Oesterheld. El que rompió los esquemas y creó personajes humanos, con flaquezas y demás y diminutas,brillantes grandezas.
En 2016, cuando contaba con 72 años, una enfermedad neurológica irreversible llevó a Robin Wood a retirarse del oficio de escribir para los otros.
A mí me gusta pensar que siguió escribiendo para él, contándose historias en las que el bien no siempre ganaba y cuando ganaba, lo hacía tras caer tantas veces que levantarse era un acta de maravillosa testarudez.No se murió un guionista de cómics. Alguno se escandalizará si escribo que se murió un gran escritor (y quien se escandalice, que se joda).
De lo que no tengo ninguna duda es de que se nos murió la aventura.
Carlos Salem