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Angelotes de escayola

El vigilante del cementerio entra en su garita y se dispone a pasar otra noche tranquila. Hace dos días mató  a esa anciana adinerada que solía llevar flores a la tumba de su marido a última hora. Le abrió la cabeza golpeándola con una pala y los sesos se desparramaron por el suelo. Le quitó las joyas, la enterró en una vieja tumba y rezó para que nadie la encuentre.

Enciende un cigarro. Tiene sed. 

Saca la botella de whisky del cajón. Pero no llega a mojarse los labios. El tintineo de un whatsapp en su móvil. Número oculto. Lee:

«Sé lo que hiciste».

Inquieto, se asoma por la ventana y mira alrededor.

Suena un segundo whatsapp. Una foto de la lápida, donde la mujer 

depositaba las flores. Un retrato de un hombre con expresión severa, flanqueado por dos ridículos angelotes de escayola.

Y el mensaje;

«¿Recuerdas la primera vez que la vimos?»

Sale de la garita y busca. Nada. Entra, cierra la puerta con pestillo, vuelve a sentarse, y espera. 

Llega un tercer mensaje: «Date la vuelta y mírame».

Al girarse ve a un hombre al que conoce muy bien. Le apunta  a la cabeza con un revolver. 

—¡Joder, Pablo! ¿Qué haces aquí? —grita el vigilante.

—Sé lo que hiciste, puse un localizador en su móvil y sé que  este es el último lugar donde estuvo.  Vengo de tu casa. Encontré las joyas. ¿Cómo fuiste capaz 

de matar a mamá?

—Ella nunca me consideró su hijo.

—Tienes razón, nunca.

Dispara y la bala impacta contra su frente. Fallece en el acto.

Pablo coge la botella de whisky. Mientras bebe, marca un número de tres cifras en el teléfono de la garita:

—¿Policía? He matado a mi hermano.

                                                                           

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