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Alba

La camilla de la sala de autopsias mostraba el cuerpo de una mujer de unos cuarenta años. La muerte la había alcanzado y con su mano de hielo había transformado toda su belleza en una gélida versión de lo que fue.

Las pruebas postmortem realizadas no dejaban lugar a dudas. Un desalmado había estrangulado y violado ese cuerpo, corrompiéndolo para siempre. Ese cuerpo que fue el amor platónico de tantos en aquel pasado lleno de bicicletas y excursiones al río y que ahora irrumpía con fuerza y les dejaba allí, como congelados, petrificados ante la evidencia.

 —¿Recuerdas la primera vez que la vimos? Debía de tener catorce o quince años. Era un ángel. Solo con verla la vida parecía mejor.

 —Cómo olvidarla. Todos estuvimos en alguna ocasión enamorados de ella, de su risa, de su energía.

El forense y el policía, amigos desde la infancia, contemplaban el cuerpo de Alba sin apenas poder creer que aquella niña que abandonó el pueblo en su juventud, había regresado para morir en él. La vida tenía a veces un extraño sentido del humor.

 —Tranquilo, aunque sea lo último que haga, no dejaré que esto se olvide. El culpable lo pagará. Tenlo por seguro.

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  La camilla de la sala de autopsias mostraba el cuerpo de un hombre con unos feos moratones. Le faltaban varios dientes y tenía la nariz rota.

Dos hombres lo observaban en silencio. Al fin, el forense se dirigió al policía:

—A veces la locura se despierta de pronto y te ves realizando cosas que nunca creíste posibles. Alba nunca le correspondió y el volverla a ver en el pueblo sacó ese lado oscuro que todos tenemos.

El forense tapó el cuerpo de su antecesor y apagó las luces.

   

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