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El tercer volumen el sello editorial Real Noir ya está ultimando los preparativos para estar disponible este verano, y es nada más y nada menos que la premiada novela La inauguración, de la escritora argentina María Inés Krimer. Una novela que atrapa desde el primer párrafo con excelente literatura y al mismo tiempo tan amena que resulta imposible abandonarla.

Según indica Carlos Salem en su prólogo:

Esta es una de esas raras novelas que, además de contar excelentemente una historia, acaba contando sin panegíricos y panfletos, un país. Poderoso artefacto narrativo que no intenta aleccionarnos, narra desde dentro una lucha personal, enmarcada el otra lucha mucho más amplia y difusa.

Si lees la sinopsis que ofrecemos en contraportada, sabrás que narra el cautiverio de una chica, casi una adolescente, en una pequeña casa perdida la inmensidad de la Pampa Argentina, en realidad una estación de paso hacia el punto de prostitución que le tengan reservado sus captores.

Y eso es cierto.

También lo es la pugna y la contradicción que se establece entre la joven protagonista y otra mujer, muy golpeada por la vida y en el cuadrilátero, una efímera campeona de boxeo, relegada hoy a ejercer de celadora en esta cárcel de mentira en la que la miseria es muy real.

Pero hay otra historia de fondo, de la que da buena nota María Inés Krimer y que tal vez pudiera escaparse al lector europeo.

Un mar verde y voraz

Para quien, de este lado del charco, no conozca la Argentina o la conozca solo de una visita turística y fugaz, el país es el relumbrón de las luces de Buenos Aires y el orgullo con que luce la etiqueta prestada -que tantos nos gusta repetir- de ser “la capital más europea de América del Sur”.

Y todo eso es cierto, desde luego. Sobre todo la condición de metrópolis dentro de su propia nación, en la que todo converge en Buenos Aires .

Esa misma postal suele contener una vaga visión en la cual figuran (por visita directa o por ser esa visita que nos quedamos con ganas de hacer) los glaciares del Sur y al Norte las cataratas del Iguazú, dos formas que tiene el agua le demostrarse viva y recordar que podría matarnos si quisiera.

Y como telón de fondo o tapete de una interminable partida de juego que la mayoría desconocemos, a La pampa, todo ese verde mar salpicado de vacas que miran con mansedumbre (o quizás resignación, vaya uno a saber lo que piensa una vaca).

Como trasfondo de La inauguración, una lucha de lo que se denominaba en sentido amplio y casi bucólico “el campo” contra el gobierno en la primera década del Siglo XXI.

Recurriendo una vez más a las imágenes tan utilizadas cómo insuficientes, el campo otra era figura amable del gaucho (igual al que quizás has visto bailar el malambo con sus boleadoras en un restaurante para turistas de Buenos Aires) pero casi nunca levantarse, como el verdadero trabajador del campo, cuando la todavía no sueña siquiera con ser día, para tratar de arrancarle a ese mar verde y voraz lo necesario para la supervivencia.

En esa enormidad de cientos de miles de kilómetros cuadrados y repartida en muchos menos latifundios, en el campo argentino, ha residido durante mucho tiempo un poder callado, de apellidos mezclados entre españoles e ingleses, una oligarquía que ejerció y ejerce aún de aristocracia en un país que se dijo República hace ya mucho tiempo.

El que suscribe, como cualquier otro nacido en Argentina que haya pasado un tiempo en Europa, habrá escuchado en distintos idiomas la misma pregunta que suena a acusación: “¿Cómo un país tan rico en materias primas puede ser pobre?”

Eso. Cómo.

Desde su propio nacimiento, lo que primero fue el virreinato del Río de la plata era un gran productor de materias primas que partían con rumbo a Europa y luego volvían manufacturadas con un valor añadido muchas veces superior. Esa condición prodiga de la naturaleza local de valió al joven país apodos que todavía recordamos y repetimos (cómo quién gana algún trofeo deportivo en la infancia  y lo recuerdas ya anciano): fuimos “El granero del Mundo”, y lo fuimos especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando abastecimos de alimentos a una Europa empobrecida por la sangría del conflicto. En aquella época comenzó también un serio intento de industrialización nacional, ya que si tenías las materias primas al alcance de la mano, parecía lógico tratar de manufacturarlas tú y vender los artículos ya terminada a otros países. Un intento que supuso que convergiera en la metrópolis de Buenos Aires buena parte de una población empobrecida de la inmensidad verde (y de otros colores, como el amarillo reseco de parte del Norte), en busca de un trabajo más seguro y el sueño de un mínimo espacio propio. Por qué en el campo casi todo pertenecía a los patrones, que copiaban el modo campechano y  las vestimentas del gaucho, antes de ir para pasar los inviernos en el verano europeo y viceversa.

Esa Argentina industrializada llego a preocupar a algunos de sus fuertes competidores, como el poderoso vecino brasileño, que a comienzos del siglo había sido designado por los capitanes de la industria europea y norteamericana como el país que debía realizarse en América del Sur.

Ese el proceso de industrialización fue desmantelado concienzudamenre, pero había enraizado lo suficiente como para que fueran necesarios muchos años para liquidarlo, el último hachazo quizás (o penúltimo) con la dictadura encabezada por el general Videla en 1976, qué cambio producción por importación.

El campo y el poder del campo seguían allí. Que tradicionalmente solía ser un poder callado,poco propenso a poner en evidencia su fuerza, pero con la llegada del Siglo XXI, se sintió en la necesidad de reivindicar sus privilegios, adoptado incluso por momentos las medidas de protesta en otros tiempos criticadas al “populacho”, que fueron desde cortes de carreteras hasta la quema de cosechas, en un intento de restablecer una relación de fuerzas tan vieja como el país. Un pulso que se sigue repitiendo incluso en el momento de publicar esta maravillosa novela de María Inés Krimer, que pesa ocurrir dentro de la pequeña casa que antes mencionaba, nos lleva siempre fuera de ese entorno, al altavoz de ese camión que anuncia constantemente la inauguración de la Rural, la exposición anual y mayor feria de ganado de la Argentina, en la que ese poder se hace presente por tradición, y dónde se compran y se venden soberbios ejemplares bovinos que son el orgullo del país, aunque no muy lejos y a veces con esos mismos dineros, se financian historias como la de la chica que protagoniza esta novela.

El orgullo de la Patria

Con ese marco de fondo casi sonoro, la protagonista va narrando su historia, la de un encierro en el que desemboca tras huir de una vida familiar en Buenos Aires que tampoco había sido cuento de hadas. No sabía que viviría una película de terror, pero también de lucha. Más por instinto de supervivencia que por experiencia propia, se amolda a su condición de cautiva, descubre los puntos débiles besos guardianes, y como sabe que será tratada como carne, utiliza también el deseo y su juventud como un arma, por momentos ingenua, pero la única que dispone.

La otra protagonista femenina es esa carcelera, esa pequeña mujer que supo ser poderosa físicamente en un mundo de hombres, pero también terminó muy pronto derrotada.

La lucha entre ambas hace que esta novela siga provocando reflexiones mucho tiempo después de haberla terminado de leer. Y mucho tiempo después, se sigue escuchando de memoria el camioncito que desde unos afónicos altavoces anuncia la pronta inauguración de la exposición Rural, orgullo de la Patria.

María Inés krimer es una de esas narradoras intuyo que meticulosas, y sin embargo logra que al leerla todo el discurso y el texto te parezca natural  (orgánico diría si no fuera que se usa tanto esa palabra, pero en este caso está justificada). Sus protagonistas femeninas resultan tan humanas y alejadas del arquetipo, que las temáticas que aborda y que suelen estar relacionadas con opresión de la mujer en el mundo y en el país, calan hondo, quizás porque no te impone la moraleja anticipada de la denuncia, sabes que eso que cuenta ocurre, que sigue ocurriendo.

No es casual que La inauguración mereciera el prestigioso Premio Letrasur, porque la historia que narra está contada de la manera más difícil posible para alguien que escribe, es decir la mejor manera para quién lee: tiene uno la sensación de que está pasando en este momento y lugar lo que se cuenta, aquí no hay artificios narrativos calculados, hay novela viva y sin embargo con una historia que te agarra te las pestañas y no te suelta hasta el final.

 

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