El Amanecer y la muerte
Hoy se cumplen 15 años de la muerte de mamá. Cada vez la sueño menos y ya no la oigo con nitidez.
Cuando quiero ir al encuentro de su subjetividad, me deslizo por los subrayados de sus libros.
Ahí sigue vivo un diálogo posible, una delicada intimidad.
A esta altura podría decir que es un duelo que ya no arde. Como si se hubiera ido “secando”.
Tal vez así funciona la maquinaria microscópica del inconsciente.
La despedida (como su vida) tuvo belleza y también oscuridad.
Recuerdo la madrugada de la sedación.
Entraban de a uno los familiares y se iban despidiendo.
A mi hermano y a mí nos dejaban para el final.
Pero resultó que el sedante pegó rápido y cuando nos tocaba a nosotros, mamá ya estaba dormida.
Entrada la noche profunda, ya no quedaba nadie.
Mi hermano, yo y ella muriéndose en el cuarto de nuestra infancia.
—¿Recuerdas la primera vez que la vimos?
Mi hermano me miró.
—Digo, la primera vez que la vimos después del diagnóstico.
Mi hermano respondió.
—Sí. La muerte ya se había posado en su mirada.
Afirmé con la cabeza y seguimos en silencio la agonía.
Habíamos improvisado una cama hospitalaria y sobre la ventana resistía, estoica, una calcomanía de nuestra niñez.
Cuando las respiraciones se hicieron más espaciadas nos acercamos con mi hermano y le agarramos una mano cada uno.
No hubo acuerdo previo ni solemnidad. Se dio.
Y en ese momento, sucedió lo imborrable.
Ella, que ya estaba apagada, cerró sus manos sobre las nuestras como arropándonos el desconsuelo.
Estuvimos unos segundos así, hasta que nos soltó y nosotros también la soltamos para que se pudiera ir.
Todo silencio y una luz anaranjada que entraba suavemente en la habitación.
Patricio Abadi